domingo, 14 de diciembre de 2014

La brisa de medianoche me roza de perfil, fresca y suave. Me recuerda a noches de primavera donde todo era más etéreo.

Observo el café hervir. En un segundo, el aroma de la brisa nocturna se mezcla con el aroma del café, y entonces cierro los ojos.

No entiendo bien cómo es que la gente necesita cafeteras caras y aires acondicionados para sentirse plena. No entiendo nada de lo que me rodea. Jamás.

Me teletransporto a  otro lugar por segundos, ahí donde no hay edificaciones ni intervenciones humanas y donde la brisa corre libre sin obstáculos ni estructuras que la frenen.

Deseo tanto ser la brisa en ese momento.

Apago el fuego.

Dedico toda mi atención a volcar el café en la taza –porque detesto derramar café sobre la mesada- y finalmente me pregunto:
¿Qué sentido tiene todo esto de vivir?

Me rindo. Me dejo invadir por ese vacío existencial tan vacío.

Pero me reconforta poder finalmente preguntarme lo que estuve queriendo preguntarme todo el día, y no me animaba.

Porque no hay actitud más conformista y estúpidamente feliz que la constante evasión individual de ese ser que no es consciente de su “estar-siendo” en un mundo que “es” en sí mismo por fuera de aquél ser enajenado.

Y ya sabemos lo que hace la felicidad en los seres humanos.

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