La brisa de
medianoche me roza de perfil, fresca y suave. Me recuerda a noches de primavera
donde todo era más etéreo.
Observo el café
hervir. En un segundo, el aroma de la brisa nocturna se mezcla con el aroma del
café, y entonces cierro los ojos.
No entiendo bien
cómo es que la gente necesita cafeteras caras y aires acondicionados para
sentirse plena. No entiendo nada de lo que me rodea. Jamás.
Me teletransporto
a otro lugar por segundos, ahí donde no
hay edificaciones ni intervenciones humanas y donde la brisa corre libre sin
obstáculos ni estructuras que la frenen.
Deseo tanto ser la
brisa en ese momento.
Apago el fuego.
Dedico toda mi
atención a volcar el café en la taza –porque detesto derramar café sobre la
mesada- y finalmente me pregunto:
¿Qué sentido tiene
todo esto de vivir?
Me rindo. Me dejo
invadir por ese vacío existencial tan vacío.
Pero me reconforta
poder finalmente preguntarme lo que estuve queriendo preguntarme todo el día, y
no me animaba.
Porque no hay
actitud más conformista y estúpidamente feliz que la constante evasión
individual de ese ser que no es
consciente de su “estar-siendo” en un mundo que “es” en sí mismo por fuera de
aquél ser enajenado.
Y ya sabemos lo que
hace la felicidad en los seres humanos.
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