jueves, 6 de agosto de 2015

El desorientado

La gente que cree que mejor vive es aquélla que está en constante progreso. La gente que realmente cree que vive, que piensa que la vida se trata de tomar consejos de un libro canastero de Coelho y que justifica su mediocridad y estrés con frases tan detestables, como por ejemplo: “la vida cuesta caro”, “nada viene gratis”, “hay que lucharla si uno quiere progresar”, e infinidad de afirmaciones idióticas, está de hecho muerta por dentro.

La gente se endeuda con ansias, con esas ansias del mediocre que cree que la mera posesión de algo tan efímero como una tarjeta de crédito le otorga irónicamente credibilidad a su ser. Existo porque tengo identidad bancaria, porque soy económicamente solvente, porque TRABAJO.
Y qué es el progreso post-moderno sino esa serie de enunciados cuasi celestiales que nos moldean para pertenecer, para ser, dentro de un mundo que parece no ser más que un conjunto de cuestiones siempre a realizar. Para el idiota que cree que vive, desde ya nada que se compre es suficiente, porque si tiene auto, quiere uno mejor, si tiene casa, quiere otra más grande, con más espacio para guardar esas pelotudeces que sólo el pelotudo consumista modelo posee y jamás utiliza, mas admira.

Y la idea del progreso personal tiene su principal justificativo y sostén en la idea de la “maduración humana”, en ese invento de mierda que dicta que el nivel de maduración del individuo es directamente proporcional a su nivel de progreso socio-económico.
Porque madurar es siempre progresar es que uno puede ser arrojado a la “inmadurez” avergonzante si pasados los veintipico no tiene ni idea de qué hacer con la vida que se le ha otorgado de una forma desafortunada.

Aquél que decide no progresar, o mejor dicho, progresar moviéndose del término o la definición común, es decir, quien decide no seguir las cláusulas de la moral -por ejemplo, no tiene tarjeta de crédito, ni invierte su sueldo en una tele mega curva high  definition plus power; o no sueña con la casa, el perro, los pibes y las vacaciones de quince días anuales en La Lucila- se convierte inmediatamente en el así denominado “vago”, o a veces sólo “desorientado”, el cual siempre es digno de lástima e indignación, y plausible de ser “normalizado de una vez por todas”.

Aquél que, existiendo lamentablemente dentro del mismo mundo del mediocre, decide no serlo, es siempre condenado, jamás comprendido y menos olvidado.