Los
discursos y afirmaciones sobre el concepto de la humanidad desbordan en los medios y en conversaciones cotidianas.
Se habla en muchas circunstancias, se menciona algo así como lo humano en tanto aspecto dignificador y
noble en sí mismo, honrador en su origen.
Pero la
diversificación de los así dados-por-naturaleza
se encuentra contrapuesta, llevada a tantos extremos y bastardeada en tantos
sentidos que pareciera el típico caso easier-said-than-done;
como si en la práctica, aquél discurso esperanzador, no pudiera sostenerse.
Para poder
abordar ese fundamentalismo tan arraigado que se teje sobre la idea de una especie
incuestionable, alejada de la animalidad y del primitivismo- primordial en la
convivencia en sociedad; viene a mi mente la investigación tan exhaustiva que
realiza Agamben al respecto, a través de la concepción de una máquina
antropológica que tiene más que ver con la historicidad que con el biologismo.
La máquina antropológica del humanismo es un dispositivo irónico
que verifica la ausencia para “Homo” de una naturaleza celeste y una terrenal,
entre lo animal y lo humano; y por ello, siendo siempre menos y más que sí
mismo.
(Agamben 2002: 63).
En esta
acción negadora expuesta constantemente a través de la taxonomización del
lenguaje, se genera un rompimiento, se crea un abismo, una suerte de missing link que no puede ser comprendido
sino por medio de la aprehensión de su factor ficcional.
El lenguaje es, en efecto, tan necesario y natural para el ser
humano que sin él el hombre no puede ni existir ni ser pensado como existente.
O el hombre tiene lenguaje o bien, simplemente, no es. Por otra parte –y precisamente
esto justifica la ficción- el lenguaje no puede ser considerado innato al alma
humana. Es, más bien, una producción del hombre, aunque no todavía plenamente
consciente. Es un estadio del desarrollo del alma y exige una deducción a
partir de los estadios precedentes. Con él comienza la verdadera y propia
actividad humana. Es el puente que conduce del reino animal al humano […]. El
hombre, tal como debemos imaginarlo, o sea sin lenguaje, es un hombre-animal y no un animal humano; es siempre ya una
especie de hombre y no una especie de animal.
(Steinthal
1881: 355-56).
Steinthal
logra, de esta manera, poner en crisis el discurso post-moderno que funciona
sólo a través de un mecanismo de exclusión-inclusión que constituye el concepto
de hombre reproducido acríticamente. Reproducido y apropiado, porque concebimos
que, al ser capaces de lenguaje -capaces de aprehender algo por el algo en sí mismo- somos también capaces de destruir la
animalidad que lo precede.
En este
sentido, la máquina antropológica produce
una especie de estado de excepción, una zona de indeterminación en la que el
afuera no es más que la exclusión de un adentro y el adentro, a su vez, tan
sólo la inclusión de un afuera.
[…]
Como todo espacio de excepción, esta zona está en verdad
perfectamente vacía, y lo verdaderamente humano que debe producirse es tan sólo
el lugar de una decisión incesantemente actualizada, en la que las cesuras y
sus rearticulaciones están siempre de nuevo deslocalizadas y desplazadas. Lo
que debería obtenerse así no es, de todos modos, una vida animal ni una vida
humana, sino sólo una vida separada y excluída de sí misma, tan sólo una vida
desnuda.
(Agamben
2002: 75-6).
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