Tras la Segunda Guerra Mundial, el énfasis instrumental
sobre los derechos del hombre y la multiplicación de las declaraciones y de los
convenios en el ámbito de las organizaciones supranacionales han terminado por
impedir una auténtica comprensión del significado histórico del fenómeno.
Pero parece llegado ya el momento de dejar de estimar
las declaraciones de derechos como proclamaciones gratuitas de valores eternos
metajurídicos, tendentes (sin mucho éxito en verdad) a vincular al legislador
al respeto de principios éticos eternos, para pasar a considerarlas según lo
que constituye su función histórica real en la formación del Estado-nación
moderno.
Las declaraciones de derechos representan la figura
originaria de la inscripción de la vida natural en el orden jurídico-político
del Estado-nación.
Esta nuda vida natural que, en el antiguo Régimen, era
políticamente indiferente y pertenecía, en tanto que vida creatural, a Dios, y
en el mundo clásico se distinguía claramente –al menos en apariencia- de su
condición de zõé de la vida política
(bios), pasa ahora al primer plano de
la estructura del Estado y se convierte incluso en el fundamento terreno de su
legitimidad y de su soberanía.
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