
La demanda social
Del cambio climático a la clonación, de la terapia génica a los transgénicos, existen muchas cuestiones que preocupan a la sociedad que tienen un componente científico esencial. La sociedad pide a los científicos que analicen estos problemas y le aconsejen sobre las posibles soluciones; que desarrollen nuevas técnicas, nuevas terapias, que busquen soluciones; y también, cada vez más, que se decidan a dejar el laboratorio y creen pequeñas empresas de base tecnológica. Que sean realmente útiles y colaboren en dinamizar la nueva economía del conocimiento. Así las cosas, acabamos viendo al científico en un doble o a veces triple papel de experto, empresario e, incluso, político, y es comprensible que esto resulte inquietante. ¿Por qué tendríamos que creer a un científico, por eminente que sea, cuando nos asesora sobre una tecnología prometedora si él mismo ha creado una empresa para explotarla?
El indudable éxito de la ciencia en producir conocimiento que puede ser aplicable al desarrollo tecnológico, y por lo tanto tener un valor mercantil, hace que ésta se esté convirtiendo en su función principal. En una sociedad en la que la utilidad y el rendimiento alcanzan las más altas cotas de prestigio no es extraño que la “ciencia no rentable” se vaya relegando a los márgenes del sistema. Cada vez es más difícil conseguir dinero para investigar si no se orienta la investigación hacia objetivos aplicados y se valora, y a menudo se exige, la participación directa de las empresas en la investigación.
En los últimos años la presión sobre los científicos para que se conviertan ellos mismos en empresarios ha aumentado considerablemente. Y aunque la existencia de científicos-empresarios sea beneficiosa para la economía y nuestro tejido industrial, corremos el riesgo de identificar a esta ciencia con la ciencia misma, con toda la ciencia. Más que nunca necesitamos ciencia no directamente productiva, y no sólo porque es la fuente de la ciencia rentable del futuro, sino porque necesitamos científicos independientes que puedan asesorarnos en problemas complejos de base científica.
Demasiado a menudo se busca una ciencia a medida que justifique determinadas decisiones políticas o se opta por desprestigiar a quienes no asesoran en una determinada dirección. No se puede negar el calentamiento global para justificar el no tomar medidas de ahorro energético con un coste evidente para la economía o el nivel de vida de los ciudadanos, de la misma forma que no se puede bloquear el cultivo de transgénicos parapetándose en unos supuestos problemas ambientales o para la salud que ningún estudio científico riguroso avala.
En países como Filipinas, la financiación de la investigación básica (investigación para el buen conocimiento) ha sido suplantada en gran parte por la investigación aplicada demandada por los donantes. Los organismos de financiación -públicos, privados e internacionales- tienden a limitar las definiciones de éxito, preguntando por ejemplo, si la tecnología resultante será de utilidad social o comercialmente viable.
Debido a que quieren estar involucrados en los proyectos mejor financiados, los científicos de los países en desarrollo están modificando cada vez más sus agendas de investigación. Incluso en las principales universidades de investigación, los científicos se dedican más y más a la investigación orientada al mercado, donde sus resultados son esperados para responder las necesidades comerciales.
Los requerimientos burocráticos de las agencies nacionales de financiamiento, también dificultan el acceso de los científicos al financiamiento, y en muchos casos los están alejando incluso de aplicar por fondos. Estas dificultades desvían las energías de los científicos hacia el cumplimiento de requerimientos administrativos, disminuyendo su creatividad y socavando la investigación basada en la curiosidad científica.
Lo mismo es cierto para muchos proyectos financiados internacionalmente. Los organismos internacionales de financiamiento son muy cuidadosos en la entrega y seguimiento de apoyos. Esta actitud conservadora puede imponer rígidas directrices administrativas o científicas a los investigadores de los países en desarrollo.
Entonces, ¿existe una forma de restaurar el balance entre el imperativo de la investigación básica y los intereses de la eficiencia y prudencia financiera?
Como primer paso, los donantes de los países desarrollados y los beneficiarios de los países en desarrollo deben esforzarse por igual en hacer más flexibles las agendas de investigación. Los propósitos y los resultados previsibles de un proyecto de investigación pueden cambiar fácilmente a través del tiempo, a medida que se recogen los datos y se realizan los análisis, afirma, y añade: “en este caso, los científicos deben tener la posibilidad de ajustar su presupuesto”.
Los organismos de financiamiento igualmente deberían considerar la posibilidad, cuando sea posible, de un doble enfoque al financiamiento, por el cual los países en desarrollo beneficiarios puedan solicitar programas diseñados para abordar las necesidades sociales y comerciales, y programas que apoyen explícitamente la investigación básica. Los donantes también deberían ayudar a desarrollar la capacidad para la investigación básica proporcionando capacitación y equipamiento para fortalecer a las comunidades científicas locales.
Pero los científicos deben cumplir su parte también, contribuyendo al discurso científico internacional. Deben tratar de publicar en las revistas internacionalmente reconocidas, para que puedan estar “en el ojo” de la discusión científica. El financiamiento es crucial pero la falta de dinero no debería alejar a los científicos locales de la investigación básica ni de mantenerse al tanto de los desarrollos al interior de la comunidad científica. Los científicos deben producir resultados independientemente del financiamiento y registrar la trayectoria de una investigación vigorosa.
Finalmente, es necesario un sistema de seguimiento y evaluación, quizá como punto de referencia contra las normas internacionales. Un sistema de este tipo podría ser implementado por una entidad regional o internacional de expertos, respetados por la comunidad científica mundial, que podrían evaluar justamente la calidad de la investigación, sea básica o aplicada. Esto obligará a los científicos y gobernantes a mantener los pies en la tierra más seguido.
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