sábado, 25 de marzo de 2017

La última vez que te vi

Comienzo a sentir la melancolía de mi partida ya el día anterior. A la noche doy vueltas sin parar de pensar; en mi infancia, en todo lo que vivimos juntos, en lo poco que vivimos juntos.

A la mañana y habiendo dormido no más de una hora la melancolía ya es angustia y me presiona el pecho con fuerza, no puedo comer, no puedo tomar, y la presión aumenta a medida que se acerca el momento de irnos hacia el aeropuerto.
Antes de salir trato de mantenerme fuerte, quiero que él me vea bien, contenta de haber compartido unos días geniales y quiero disfrutar esos últimos momentos.

Cuando subimos al auto todo esa angustia se vuelve física, detrás de los anteojos de sol ya no sé cómo hacer para evitar que se me caigan las lágrimas, aunque mientras viajamos lo manejo lo mejor que puedo.
Cuando estamos en la fila del check-in me doy cuenta que estoy por desbordar, que ya no tolero la angustia que me genera toda la situación. Porque es ese momento, en el cual se evidencia la distancia, la lejanía con la cual vivimos siempre.

Y sólo pienso y quiero que ese instante pase rápido y deje de lastimarme, quiero cerrar los ojos y llegar a Buenos Aires para no sentirme más así.
Cuando nos acercamos a la parte de aduana (en la que ya sólo pueden pasar aquellas personas que tengan pasaje en mano), me dice bajito: “bueno, ya tenés que ir yendo”.

Entonces siento todo el peso del tiempo, de la distancia, de las circunstancias, y de toda esa angustia que vengo reprimiendo hace días, o años.
De repente lo miro y me doy cuenta que sutilmante se seca una lágrima que comienza a rodarle por la mejilla. Está evitando lo mismo que yo.
Pero yo ya no puedo más y lo dejo salir; lo abrazo y lo llevo al suelo con los brazos, le pregunto: “¿por qué esto tiene que ser tan difícil?”. Él no me suelta, pero me dice: “Porque es lo que nos tocó, hija”

No me importa nada, no me conforma su respuesta –la misma durante 18 años- y sé que estamos en el suelo llorando, abrazados, como dos enfermos, pero necesito ese momento. Y al mismo tiempo necesito que termine.
Me toma de las manos y me levanta con ternura, me mira fijamente con una mirada que no es común en él, con una tristeza en los ojos que me quema.
Me calma: “Nos vemos pronto, no te preocupes, siempre estoy con vos”.

Lo miro por unos segundos sin saber qué contestarle, porque no me conforma su respuesta, y porque nada me conforma en ese momento. Le digo: “Ya lo sé, pero yo siempre te extraño”.


Me abraza nuevamente, ya por última vez. Respiro profundo y me doy la vuelta, sé que la gente me mira, sé que ante el anonimato despierto una mezcla de  sorpresa y lástima. Pero no me importa.
El guardia de inmigraciones me mira preocupado y me pregunta: “¿Señorita, está bien?” Asiento con la cabeza, sin hablarle.

Antes de doblar por el laberinto que es la última parte del chequeo de equipapaje, me doy vuelta para observarlo y leo sus labios: “Te amo”.
Respondo siguiendo la misma mecánica: “Yo también.”

Mientras camino pienso que el laberinto de inmigraciones en el cual me encuentro es como una clara analogía de mi vida, la verdad es que ya no veo bien por las lágrimas y la hinchazón. Así que me encierro en el baño a pensarlo y a terminar de desahogarme.

Sólo me adelanto una vez que subieron todos los otros pasajeros y camino lento por la manga, como sumida en un estado de incertidumbre e insatisfacción profunda. De a poco se relajan mis músculos y siento los espasmos del diafragma uno atrás de otro. Respiro profundo y subo al avión. La angustia ahora ya no es tan intensa, se vuelve un sentimiento aún más extraño y oscuro y ya sólo me siento sola, y pienso en mi casa y en mi mamá.


Ahora sólo quiero estar con ella, quiero la estabilidad que me genera su presencia y su cuidado: me siento una niña deseando un abrazo materno con desesperación. Me ubico según mi numeración y me pongo los auriculares. Escucho canciones que no me recuerden a él. Cuando me despierto ya estamos en el aire, en un lugar donde no pertenezco a ningún lado.

No hay comentarios: