Comienzo a sentir la melancolía de mi
partida ya el día anterior. A la noche doy vueltas sin parar de pensar; en mi
infancia, en todo lo que vivimos juntos, en lo poco que vivimos juntos.
A la mañana y habiendo dormido no más
de una hora la melancolía ya es angustia y me presiona el pecho con fuerza, no
puedo comer, no puedo tomar, y la presión aumenta a medida que se acerca el
momento de irnos hacia el aeropuerto.
Antes de salir trato de mantenerme
fuerte, quiero que él me vea bien, contenta de haber compartido unos días
geniales y quiero disfrutar esos últimos momentos.
Cuando subimos al auto todo esa
angustia se vuelve física, detrás de los anteojos de sol ya no sé cómo hacer
para evitar que se me caigan las lágrimas, aunque mientras viajamos lo manejo
lo mejor que puedo.
Cuando estamos en la fila del check-in me doy cuenta que estoy por
desbordar, que ya no tolero la angustia que me genera toda la situación. Porque
es ese momento, en el cual se evidencia la distancia, la lejanía con la cual
vivimos siempre.
Y sólo pienso y quiero que ese instante
pase rápido y deje de lastimarme, quiero cerrar los ojos y llegar a Buenos
Aires para no sentirme más así.
Cuando nos acercamos a la parte de
aduana (en la que ya sólo pueden pasar aquellas personas que tengan pasaje en
mano), me dice bajito: “bueno, ya tenés
que ir yendo”.
Entonces siento todo el peso del
tiempo, de la distancia, de las circunstancias, y de toda esa angustia que
vengo reprimiendo hace días, o años.
De repente lo miro y me doy cuenta que
sutilmante se seca una lágrima que comienza a rodarle por la mejilla. Está
evitando lo mismo que yo.
Pero yo ya no puedo más y lo dejo
salir; lo abrazo y lo llevo al suelo con los brazos, le pregunto: “¿por qué esto tiene que ser tan difícil?”.
Él no me suelta, pero me dice: “Porque es
lo que nos tocó, hija”
No me importa nada, no me conforma su
respuesta –la misma durante 18 años- y sé que estamos en el suelo llorando,
abrazados, como dos enfermos, pero necesito ese momento. Y al mismo tiempo
necesito que termine.
Me toma de las manos y me levanta con
ternura, me mira fijamente con una mirada que no es común en él, con una tristeza
en los ojos que me quema.
Me calma: “Nos vemos pronto, no te preocupes, siempre estoy con vos”.
Lo miro por unos segundos sin saber qué
contestarle, porque no me conforma su respuesta, y porque nada me conforma en
ese momento. Le digo: “Ya lo sé, pero yo
siempre te extraño”.
Me abraza nuevamente, ya por última vez. Respiro
profundo y me doy la vuelta, sé que la gente me mira, sé que ante el anonimato
despierto una mezcla de sorpresa y lástima. Pero no me importa.
El guardia de inmigraciones me mira preocupado y me
pregunta: “¿Señorita, está bien?” Asiento
con la cabeza, sin hablarle.
Antes de doblar por el laberinto que es la última
parte del chequeo de equipapaje, me doy vuelta para observarlo y leo sus labios:
“Te amo”.
Respondo siguiendo la misma mecánica: “Yo también.”
Mientras camino pienso que el laberinto de
inmigraciones en el cual me encuentro es como una clara analogía de mi vida, la
verdad es que ya no veo bien por las lágrimas y la hinchazón. Así que me
encierro en el baño a pensarlo y a terminar de desahogarme.
Sólo me adelanto una vez que subieron todos los otros
pasajeros y camino lento por la manga, como sumida en un estado de
incertidumbre e insatisfacción profunda. De a poco se relajan mis músculos y
siento los espasmos del diafragma uno atrás de otro. Respiro profundo y subo al
avión. La angustia ahora ya no es tan intensa, se vuelve un sentimiento aún más
extraño y oscuro y ya sólo me siento sola, y pienso en mi casa y en mi mamá.
Ahora sólo quiero estar con ella, quiero la
estabilidad que me genera su presencia y su cuidado: me siento una niña
deseando un abrazo materno con desesperación. Me ubico según mi numeración y me
pongo los auriculares. Escucho canciones que no me recuerden a él. Cuando me despierto
ya estamos en el aire, en un lugar donde no pertenezco a ningún lado.
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