Y esa voz se lo reprochaba
todo, todo lo que había hecho con su vida, que ya iba mediando su camino, como
una dilapidación monstruosa, y especialmente la amarga, solitaria, clandestina
escritura, que sólo le dejaba un hambre huraña e insaciable.
Y esa voz le exigía un acto,
ni una palabra más, ni una lectura más, ni un pensamiento más: un acto que era,
rigurosamente un salto al vacío. Vaciarse del vacío, de la inmundicia del
vacío, de la cobardía y traición del vacío, limpiar los establos del alma,
echar a patadas los grotescos, sutiles, ridículos demonios, desafiar la
opinión, matar el amor propio, morir, exactamente eso, morir y volver a nacer.
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