miércoles, 9 de marzo de 2011

S.

Todo sería más placentero si percibiera la esperanza como un ritual propio, si creyera en algún simulacro organizado, suicida y simbólico.

Sufrimiento simbólico.

Disfrazados con nombres llamativos, palabras que sólo utiliza la gente bien educada, o no. Hablamos de ficción como algo divertido sin percatarnos, ni por una milésima de segundo, que todos somos parte de la misma, que estamos inundados, impregnados en ella.

Son decisiones, “simbólicamente beneficiosas”, tranquilizantes del alma, porque sabemos que la clave de esa pantomima eterna se encuentra en dichas decisiones.

¿Y si me decido a creer finalmente en sus rituales, a caso el padecimiento mundanal acabará por brindarme un cielo inmortal?

Aquélla lucha –fútil, a fin de cuentas- acabaría por transformarse en resignación a las artimañas.

Es verdad. Es verdad. Es verdad.

¿Ó aseveramos inconexamente?

Y es que el tiempo se parece -más a que una magnitud física por la cual se acontece- a un arma de dominio. Ese tipo de dominio que de la mejor manera ha logrado convertir la historia en certeza incuestionable.

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