
I
Si quisiera, podría empezar con uno y terminar en un millón: ejemplos sobran, porque todo aquello que hacemos dentro de la vida cotidiana, y que hemos naturalizado a través de una postura fatalista, nos parece tan biológico, como lo que realmente lo es. La diferencia entre lo que socialmente se proclama como natural y lo que científicamente lo es, no existe dentro del pensamiento común.
Y es este fatalismo el cual nos lleva a naturalizar las relaciones sociales, a someternos, y a aceptar la realidad, no como el resultado de estrategias disciplinarias políticas, sino como aquello que está allí porque siempre ha estado allí.
No somos ni seremos individuos libres, siempre y cuando formemos parte de la sociedad y –paradójicamente- de la mismísima historia humana. Las fuerzas externas -los hechos sociales-, nos delimitan, coaccionan y obligan –indirectamente, claro- a comportarnos de cierta manera, a conformarnos con la vaga exposición propagandística.
Pero, si bien la coacción social es inevitable -en tanto somos el resultado de una determinada cultura-la manera en que asimilemos dichos hechos es fundamental en nuestra formación como ciudadanos críticos. Y es, entonces, el proceso de formación el que define nuestra postura, nuestra visión del mundo en que habitamos.
Desnaturalizar la falsa concepción de las cosas es un proceso que requiere del análisis socio-político de nuestro propio ambiente, y no debemos dejar que el sentido común nos vuelva parte de una historia ficticia, errática, en la cual las masas se abaten indiferentes ante la realidad que los delinque y condena.
“Es la vida”, pensamos; cuando en realidad somos víctimas de un juego de maniobras de poder que tienen como fin la perpetuidad del actual modelo de producción.
Esto ha tenido como consecuencia una generación de seres totalmente inertes, que funcionan dentro de la figura de un mercado anónimo y prometedor, con tendencias materiales, ideologías superficiales y la arraigada convicción de que vivimos en un mundo desigualmente justo.
¿Justo?
II
Pero entonces, la responsabilidad recae en la figura disfuncional del Estado, el cual no sólo acalla insaciables estómagos a cambio de seguidores que desconocen lo que realmente siguen, sino que se valen de estos mismos seguidores -quienes son producto de una política de exclusión y desinformación basada en una política ventajista, discreta y transitoria que afecta a la Argentina hace ya más de treinta años- para lograr el total control de todos los aspectos sociales.
La formación, lejos de ser un factor políticamente beneficioso, decae al paso de la precariedad de las instituciones estatales y de la denigrante actividad audiovisual.
Y es que, los medios audiovisuales -que hoy en día se hallan intervenidos por empresas privadas- no sólo se han hecho cargo de la transmisión radial, sino también de la televisiva; y por más que intentemos obviarlo, es claro que éste tipo de difusión cultural, se encuentra en la base de nuestra educación.
Mas es tan relevante como controversial, al exponerse explícita y concreta ante los televidentes receptores y canalizadores de contenidos.
Es que, ¿realmente podemos dejar que las empresas privadas tomen riendas sobre los contenidos televisivos?, ¿tienen dichas empresas, el criterio suficiente como para afrontar dicha selección, permitiendo el entretenimiento por un lado, pero asegurando la formación consciente, por el otro?.
No es necesario ser un sabio romano para absorber los mensajes, tanto explícita como implícitamente desmoralizadores, que nos ofrece la TV argentina actual día a día.
Sin embargo, el Estado argumenta –desde su postura desinteresada- que la decisión de lo que deben ver o no, los niños y adolescentes –futura generación argentina-, recae única e inevitablemente en los padres. Ahora, con todo el debido respeto hacia el Estado de turno; los padres no pueden ser más responsables que los niños a la hora de imponer límites de horarios, teniendo en cuenta el crecimiento de la natalidad en las mujeres de 13 a18 años, en los últimos cinco años. Y por consiguiente, es notable que los padres –que han sido padres recientemente- son mucho más jóvenes que los de generaciones las anteriores, y están mucho menos formados –y, por ende, informados-.
Por lo tanto, carecen del criterio objetivo como para dirimir entre lo que un niño puede ver y lo que no.
III
No es moralmente correcto culpar a una generación precariamente educada, pero es políticamente eficiente.
No es racional pensar que las empresas privadas puedan tener en sus manos el poder supremo y decisivo en cuanto a los contenidos audiovisuales, pero es una realidad abrumadora.
Y tampoco es lógico, que desde hace ya muchos años, el Estado no haga más que alimentar por votos, negociar recursos geológicos por conveniencias imperialistas –entre tantos otros-, y permitirnos ver, a las doce del mediodía de un día de semana, a las ballenas australianas abatiéndose en su hábitat natural por Discovery Channel; y al siguiente canal, una escena totalmente explícita de las más variadas insinuaciones sexuales.
Sin embargo, todo esto pasa a diario, y no es natural.
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